Me vino la inspiración haciendo un comentario en una encuesta, y este es el resultado.
Ella siempre quiso ser más; algo más que una mujer trofeo, que una madre dedicada, que una mujer ociosa –más que su madre. Soñaba no con vestidos ceñidos en la cintura y de colores brillantes, de esos que no te dejan respirar muy hondo y hacen que te sientas incapaz de decir una frase del tirón, ni con zapatos de tacón que repiqueteasen contra el brillante parqué cuando caminaba alrededor del salón. Quería ser alguien, algo, no tenía muy claro el qué; quería trabajar fuera de casa, y ver mundo, y no tener un marido sino un compañero, alguien que llegase a casa a la vez que ella y que cortase las verduras mientras ella preparaba la salsa y que comentase con ella las noticias.
Y entonces, justo antes de acabar el instituto, llegó él. Era más sofisticado que el resto de los chicos –un hombre de ciudad- más maduro, encantador, como salido de un cuento de hadas y capaz de hacer sus rodillas temblar. Y sin darse apenas cuenta su vida se había convertido en la de su madre –sus nebulosos planes de universidad y ciudades extrañas y personas nuevas y distintas aplazados, para poder celebrar la boda primero, por el embarazo de su primogénito después, por la necesidad de ahorrar para darle un futuro mejor, para comprar una casa más grande, con un patio detrás y una casa en el árbol y una barbacoa.
Y poco a poco se había ido olvidando de esos sueños, de esas metas, del deseo de ser algo más –o por lo menos, si aún soñaba, sus sueños eran callados, escondidos, secretos.
Su marido llega a casa, y ella se apresura a retirar el estofado del fuego. Está en su punto perfecto, porque lo ha hecho un millón de veces y sabe el tiempo que tiene que esperar para que la comida esté justo como a él le gusta. Es uno de los pocos orgullos que le quedan. Saluda a su esposo con un beso en la mejilla, llama a los niños a cenar, y tras obtener un "bien, como siempre", no pregunta más cómo ha ido el día de su marido.
Mira alrededor de la mesa mientras sirve la comida, y no puede evitar preguntarse si María, la pequeña, se promete a sí misma no ser nunca como su madre. No porque no la quiera –ella siempre quiso a su madre- sino porque tiene ansias de más, sueños de cosas más grandes, más importantes. Se pregunta si, cuando llegue el momento, se dejará desviar del camino y, si lo hace, si le irá bien.
No puede quejarse de su vida. Tiene un buen marido, una buena casa, dos hijos preciosos. Pero se promete a sí misma que, cuando el momento llegue, se asegurará de que María se marche en busca de sus sueños, de que no se le adormezcan por un hombre de palabras bonitas y sonrisa perfecta.